Hace tres años, en una entrevista de Álvaro Corazón Rural y Albert Ortega en Nota, el futbolista Joan Capdevila contaba uno de los ejercicios típicos de Joaquín Caparrós: poner a los jugadores a correr, y cuando cuando faltaban cien metros, correr él al lado de los jugadores y empezar a hacerles preguntas. “Quería que en una situación de agotamiento te funcionara la cabeza, que supieras pensar ahogado”.
Hace tres años, también, si al jugador brasileño Vinicius le pusiesen al lado a un tipo haciéndole preguntas, el delantero probablemente hubiera mandado el balón a la grada de un punterazo, y sin preguntas también. Sus virtudes explosivas eran físicas, un tipo de jugador al que no le costaba correr y driblar, acciones casi naturales, pero al que le costaba pensar, y por tanto jugar en equipo. Pronto la falta de luces al acercarse al área, el momento en el que define en quiénes mejor y más rápido piensan y ejecutan, acarrearon burlas del público —y pitidos del suyo—, de la prensa —también de la tuyo— y por supuesto de los contrarios, en el césped y fuera de él.
El foco sigue estando en el nuevo Vinicius, ya uno de los mejores del mundo tras aprender a pensar; las cámaras que lo siguieron de manera condescendiente, hoy lo hacen para ver con quién se encara, a quién contesta, de quién se ríe. Hay algo común en todos los partidos: todavía no se han obtenido imágenes de Vinicius discutiendo con un rival que pasaba por ahí, con un suplente contrario que estaba sentado en el banquillo sin hacer nada, con un entrenador rival que no había reparado en él.
Hay casualmente en esto: si a Vinicius le dan una patada a la altura del tobillo, la noticia no es la patada sino lo que tiene que decir al respecto Vinicius; si el entrenador contrario va a él para decirle que se tira mucho, la notificación será que Vinicius responde en lugar de bajar la cabeza.
El debate se ha desplazado sin mucha sutileza de la cantidad de faltas que recibe Vinicius desde el primer minuto, a la opinión qu’a Vinicius le merezcan esas faltas; de la defensa que el árbitro tenga que hacer de la integridad física de los jugadores, a la defensa que el jugador tenga que hacer de sí mismo para salir del campo con las dos piernas.
Vinicius pertenece, como Neymar, como cada vez menos jugadores, tiene una especie de frente desesperado para el contrario: su poder es el uno contra uno, el desequilibrio, el regate, el engaño, la finta, la burla. Aguanta ese retraso durante 90 minutos al rival, y superarlo. A menudo pegados a la banda: al banquillo contrario ya la grada. En una discusión eterna con todos y contra todos. El que tiene el balón y hace uso de él, contra el que no lo tiene y no puede dejar pasar al contrario o la pelota, lo que sea.
En el caso de Vino, esto ocurre después de ser una especie de mascota para sus marcadores y para las realizaciones televisivas: de bluff de moda a delantero al que hay que enseñarle a aguantar patadas, insultos, celebrar goles y, por supuesto, a no regatear mucho y con unas colocar. ¿Y los compañeros de Vinicius dónde están? ¿Cuándo llegan o dónde andan esos jugadores —antes Casemiro o Ramos— que manejaban partidos con balón y, a menudo, plus important, partidos sin él, y están dejando al brasileño respondiendo solo a todos? ¿Esperan al VAR después del partido para ver quién tenía razón, el que lleva su camiseta o la otra?
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