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La superstición Woody Allen con música de Herbie Hancock | Cultura

La superstición Woody Allen con música de Herbie Hancock | Cultura

Al salir del cine, no paraba de pensar en la canción. Ese ritmo adictivo impulsando la trama narrativa como una secuencia que incita al cuerpo y al espíritu. Todo fluía como si el mundo, ese lugar estropeado, no fuera a estropearse nunca. Hablo de Cantaloupe Island, de Herbie Hancock. Y también hablo de Golpe de suerte, de Woody Allen, el filme donde suena la canción de Herbie Hancock.

Cuando el pianista compuso Cantaloupe Island a muchos les extrañó que incluyera una melodía tan comercial y pegadiza en Empyrean Isles, uno de sus discos más arriesgados. Algo similar pensé yo al escuchar su canción en la película de Woody Allen. ¿Qué hacía el director neoyorquino recurriendo a una composición de 1964? Sus películas siempre han incluido temas del jazz previo a la revolución del bebop de los cincuenta, a ese jazz clásico más propio del dixieland y los standards del American Great Songbook. La decisión era sorpresiva y gratificante porque la canción de Hancock es grandiosa por ese carácter entre el hard-bop y el soul jazz.

En una entrevista reciente, Woody Allen dio la explicación: quiso homenajear a las películas francesas de las décadas de 1950 y 1960, como Ascensor para el cadalso, de Louis Malle, y otras de Claude Chabrol, Jean-Luc Godard o François Truffaut en las que utilizaban ese jazz moderno, que, según Allen, en aquella época, en Estados Unidos, solo escuchaban los fanáticos, pero los cineastas franceses popularizaron.

Al salir del cine, decía, no paraba de pensar en la canción. Ese ritmo de 16 compases con las teclas de Hancock en su compás repetitivo y alegre, elevándose con el bajo de Ron Carter, la batería de Tony Williams y, sobre todo, la trompeta de Freedie Hubbard. Pura belleza en una película en la que hay mucha belleza (la actriz Lou de Laâge, el actor Niels Schneider y el escenario de París). Sin embargo, a mí se me repetía la belleza de Cantaloupe Island. Ese ritmo contagioso que hace avanzar la trama tan bien como los diálogos del genio de los diálogos llamado Woody Allen.

Herbie Hancock, en un concierto en Madrid en 2019. Elvira Megías (CNDM)

¿Por qué no paraba de pensar en la canción? Quizá porque me veía como un supersticioso, un poco como Woody Allen, quien, a propósito de esta película, contaba que siempre ha sido muy supersticioso hasta el punto de que, cada vez que se come un plátano, lo corta en siete trozos o que, cuando está viendo un partido de béisbol, si todo está yendo bien para su equipo, intenta no hacer ningún movimiento, mucho menos ir a por una cerveza o al baño.

A lo mejor yo no quería quitarme la canción de la cabeza porque, al igual que había sonado en todos esos pasajes en los que la protagonista y su antiguo compañero de instituto se van enredando y disfrutando de las pequeñas cosas de la existencia como comer bocadillos en un parque, deseaba que la música me mantuviese en ese estado de ligereza que transmite la melodía, así como también lo hace toda la película. A veces, la vida pesa mucho y, cuando algo te hace sentir liviano, nunca quieres que se acabe. Pero se acaba.

Fotograma de la película 'Golpe de suerte' con los actores Niels Schneider y Lou de Laâge.
Fotograma de la película ‘Golpe de suerte’ con los actores Niels Schneider y Lou de Laâge.

Crecer con la certeza de que cada año, o casi cada año, hay una película de Woody Allen para ir a ver al cine es crecer con una cierta garantía de que no todo pesa tanto como para causar, al final, el derrumbe. Sus películas apelan a no tomarte la vida tan en serio o, mejor aún, la tragedia tan definitiva.

Al salir del cine, pasear por las calles y llegar a casa, no paraba de pensar en Cantaloupe Island, no tanto porque fuera un prodigio de Herbie Hancock, un prodigio que marcaba el aroma de Golpe de suerte, sino porque me preguntaba qué iba a hacer yo cuando me faltasen las películas de Woody Allen. La única superstición en la que creo y que, año tras año, me recuerda desde que existo que es una suerte amar el cine, y, más aún, cuando sucede por un golpe del destino, compartir ese amor con una persona con la que puedes comer bocadillos en un parque.

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